Las mareas de la memoria

Cajón de sastre donde escribo cosas que siento y pienso.

Nombre:
Lugar: Barcelona, Spain

sábado, abril 22, 2006

INQUIETUDES TELEFÓNICAS

En realidad, quiero traer aquí un contencioso que mantengo con algunos amigos sobre sí los hombres y las mujeres son muy iguales o muy distintos... Es decir, quizá no sea fruto de la genética sino más bien de la educación, las obligaciones, las imposiciones... diferenciadas por sexos que arrastramos desde hace siglos, pero yo creo que los hombres y las mujeres hoy por hoy somos bastante distintos (dejando fuera cuestiones tan obvias como que cada individuo, incluso en el caso de los gemelos, e independientemente de su sexo, es alguien único y diferente; y las evidentes diferencias morfológicas que determinan que seamos hombres o mujeres).
El caso es que yo defiendo, contra la opinión de algunos de mis, digamos, «allegados», que sí hay ciertos aspectos del comportamiento, de los sentimientos y de las prioridades, que están ligados al hecho de ser hombre o mujer, y que a pesar de que las generalizaciones son odiosas, pero con frecuencia necesarias, son la razón de que las mujeres se identifiquen entre sí, y a sí mismas, como un colectivo diferenciado del que forman los hombres. Esto no quiere decir que esos rasgos sean consustanciales al hecho de ser mujer (no lo sé), pero a mí me parece que esas diferencias existen en el presente. En fin, «habría mucha tela que cortar» sobre este asunto, y es probable que en el futuro añada alguna otra entrada sobre esta cuestión (dependiendo del rumbo que tomen los comentarios, si es que los hay). Pero ahora propongo una reflexión sobre un aspecto concreto del asunto, reflejado, me parece a mí, de forma muy brillante en el relato de Dorothy Parker que encontraréis a continuación.
Todas las mujeres que conozco que lo han leído, se identifican con el contenido, y algunos hombres afirman que también aunque, como podréis observar, lo que Parker, yo y muchas de mis amigas opinamos al respecto, en principio descarta que eso sea algo que les ocurra a los individuos de sexo masculino.
Lo cierto es que todas las mujeres que conozco (incluida yo misma, por supuesto) con las que he hablado del asunto, reconocen haberse encontrado en una situación parecida, más de una vez en su vida, e invocando a ese mismo Dios, a pesar de no ser creyentes.
Para que no fuera tan largo, me he permitido la libertad de recortarlo un poco, si alguien quiere disfrutar del original sin mutilaciones, y de paso leer el resto de los cuentos incluidos en el volumen –lo que recomiendo vivamente aprovechando que el 23 de abril es el Día del Libro–, podéis encontrarlo en la antología La soledad de las parejas, publicada en una edición de bolsillo muy barata. El ejemplar que yo tengo, de ediciones B, es antiguo, pero hay una reedición reciente en la que lo único que cambia es la cubierta.

UNA LLAMADA TELEFÓNICA

“Por favor, Dios mío, haz que me telefonee ahora. Oh, Dios, que me llame. No te pediré nada más, te lo prometo. Me parece que no es pedir demasiado. Te costaría tan poco, Dios mío, concederme esa pequeñez [...] Que me telefonee ahora mismo, nada más. Por favor, Dios mío, por favor te lo ruego.
Si no pensara en ello, tal vez sonaría el teléfono, como sucede a veces. Si pudiera pensar en otra cosa, lo que fuera.
Quizá si contara hasta quinientos de cinco en cinco, el timbre sonaría cuando terminara. Contaré lentamente, no quiero hacer trampa, y si suena cuando llegue a trescientos no pararé; no responderé hasta llegar a quinientos. Cinco, diez, quince, veinte, veinticinco, treinta, cuarenta, cuarenta y cinco, cincuenta... Por favor, que suene, por favor [...] añadió que me telefonearía. No tenía, necesidad de decir eso. No se lo pedí, de veras. Estoy segura de que no se lo pedí. No creo que dijera que me llamaría sin intención de hacerlo. Por favor, Dios mío, no le dejes hacer eso. No, por favor [...] Por favor, Dios mío, permite que vuelva a verle, te lo ruego. Le quiero tanto, tanto... Sé bueno, Dios mío, procuraré ser mejor, lo seré, si me permites verle de nuevo, si haces que me telefonee. Oh, señor, haz que me llame ahora [...] haz que ese hombre me telefonee ahora!
Esto debe terminar, no debo comportarme así. Un hombre joven le dice a una chica que la llamará, pero luego sucede algo que se lo impide. No es tan terrible, ¿verdad? Es algo que ocurre en todo el mundo, en este mismo instante. Pero, ¿qué me importa a mí lo que suceda en todo el mundo? ¿Por qué no ha de sonar ese teléfono? ¿Por qué no, a ver, por qué no puedes sonar? Por favor, hazlo de una vez, feo, reluciente y condenado trasto. Unos timbrazos no van a hacerte daño, ¿o sí? Maldito seas, arrancaré tus asquerosas raíces de la pared, romperé tu presumida y negra cara en mil pedazos. Vete al infierno.
No, no, no. Ya está bien.
He de pensar en otra cosa. Eso es lo que haré. Llevaré el reloj a la otra habitación y así no podré mirarlo.
Si es inevitable que lo consulte, entonces tendré que levantarme e ir al dormitorio, y así tendré algo que hacer. Es posible que él me llame antes de que vuelva a mirar la hora. Si me llama, seré muy dulce con él. Si dice que esta noche no podemos vernos, le diré: «No te preocupes, querido. De veras, puedes estar tranquilo, lo comprendo.» [...] Contaré hasta quinientos de cinco en cinco, y si cuando termine no me ha llamado sabré que Dios no va a ayudarme, que no lo hará nunca más. Ésa será la señal. Cinco, diez, quince, veinte, veinticinco, treinta, treinta y cinco, cuarenta, cuarenta y cinco, cincuenta, cincuenta y cinco... [...] No debo. No debo hacer esto. A lo mejor retrasa un poco su llamada... Eso no es motivo para que me ponga histérica. Quizá no llame [...] puede que venga aquí directamente sin telefonear.
Se enojará si ve que he estado llorando. No les gusta que llores. Él no llora nunca. Ojalá pudiera hacerle llorar. Ojalá pudiera hacerle llorar y pasear de un lado a otro de la sala y sentir una opresión en el pecho, una herida enconada en el corazón. Ojalá pudiera causarle una herida así.
Él no me desea eso. Me temo que ni siquiera sabe lo que siento. Ojalá pudiera saberlo sin que yo se lo dijera. No les gusta que les digas que te han hecho llorar, que eres desgraciada por su culpa. Si les dices eso, piensan que eres posesiva y cargante. Y entonces te aborrecen. Te detestan cuando les dices lo que realmente piensas. Siempre tienes que hacer un poco de comedia. Creí que en nuestro caso no era necesario, pensé que lo nuestro era muy serio y podía expresar abiertamente lo que quisiera. Supongo que eso nunca es posible, que la relación nunca es tan seria como para admitir una sinceridad absoluta [...] Esto es una estupidez. Es estúpido desear que alguien esté muerto sólo porque no te ha llamado cuando dijo que lo haría [...] A lo mejor confía en que sea yo quien llame. Podría hacerlo. Podría telefonearle. No debo hacerlo, no, no, no. Dios mío, te lo suplico, no me dejes telefonearle. Evita que haga tal cosa. Sé, Señor, lo sé tan bien como tú, que si estuviera preocupado por mí me llamaría desde dondequiera que se encuentre y sin que le importara quién estuviera presente [...] No permitas que siga alimentando esperanzas. No me dejes decirme cosas consoladoras. No me dejes seguir esperando, Señor, te lo ruego.
No le telefonearé [...] Sabe dónde estoy. Sabe que le estoy esperando aquí. Está tan seguro de mí, tan seguro... Quisiera saber por qué te aborrecen en cuanto están seguros de ti. Parece más lógico pensar que esa seguridad es muy agradable.
Sería muy fácil telefonearle. Entonces lo sabría. Quizá no sería tan estúpido hacer eso [...] Tal vez a él no le importaría. A lo mejor le gustaría. Es posible que haya intentado ponerse en contacto conmigo. A veces alguien intenta comunicarse contigo una y otra vez y luego te dice que no ha obtenido respuesta. No lo digo sólo para tranquilizarme; son cosas que ocurren de veras. Sabes que eso ocurre realmente, Señor. Oh, Señor, no permitas que me acerque a ese teléfono. Manténme alejada. Déjame conservar un ápice de orgullo. Creo que voy a necesitarlo, Dios mío. Creo que eso será todo lo que tendré.
Pero, ¿qué importa el orgullo si no puedo soportar no hablar con él? Ese orgullo es algo tan necio y mezquino... El orgullo auténtico, el gran orgullo, radica en carecer de orgullo. No digo esto sólo porque quiera llamarle. De ninguna manera. Es cierto, sé que lo es. Voy a ser grande, voy a estar más allá de los orgullos mezquinos.
Por favor, Dios mío, no me dejes telefonearle, te lo ruego.
No veo qué tiene que ver el orgullo con esto. Es algo demasiado trivial para que haga intervenir el orgullo, para que arme tanto alboroto. Es posible que no le haya entendido bien. A lo mejor me dijo que le llamara a las cinco. «Llámame a las cinco, cariño.» Es muy probable que haya dicho eso. Es posible que no le haya oído bien. «Llámame a las cinco, cariño.» Estoy casi segura de que eso es lo que dijo. Dios mío, no permitas que hable conmigo misma de esta manera. Házmelo saber, por favor, sácame de dudas.
Pensaré en alguna otra cosa. Me quedaré sentada, sin moverme. Si pudiera permanecer sentada e inmóvil... Tal vez podría leer, pero todos los libros tratan de seres que se aman, fiel y dulcemente. ¿Para qué querrán escribir sobre eso? ¿Es que no saben que no es cierto? ¿No saben que es mentira, un condenado embuste? ¿Para qué tienen que hablar de eso, cuando saben cómo duele? Malditos, malditos sean [...] No lo haré. Me quedaré quieta. No hay motivo para que me excite. Mira: supón que él fuese alguien a quien no conoces demasiado bien, supón que fuese otra chica. ¿Qué harías entonces? Sencillamente, le telefonearías y preguntarías: «Aún te estoy esperando. ¿Qué te ha ocurrido?». Eso es lo que haría, sin pensarlo dos veces. ¿Por qué no puedo actuar con naturalidad, tan sólo porque le quiero? Puedo ser natural. Sinceramente, puedo serlo. Le llamaré, y seré natural y agradable. Verás como sí, Señor. Oh, no permitas que le llame, no, no, no.
Vamos a ver, Señor, ¿de veras no vas a hacer que me llame? ¿Estás seguro, Dios mío? ¿No podrías tener la amabilidad de ablandarte un poco? ¿No podrías? Ni siquiera te pido que le hagas telefonearme ahora mismo. Haz que lo haga dentro de un rato, Señor. Contaré hasta quinientos de cinco en cinco. Lo haré lentamente, sin trampas. Si cuando termine no me ha telefoneado, le llamaré yo. Lo haré. Por favor, Dios mío bendito, mi Padre celestial, haz que me llame antes de que termine. Te lo ruego, Señor, por favor.
Cinco, diez, quince, veinte, veinticinco, treinta, treinta y cinco...