Las mareas de la memoria

Cajón de sastre donde escribo cosas que siento y pienso.

Nombre:
Lugar: Barcelona, Spain

domingo, noviembre 27, 2005

LA CAJA DE MÚSICA


Esta es la caja de música cerrrada
Desde muy pequeña quise tener una casa de muñecas, pero sabía que mi madre no me la compraría porque no nos lo podíamos permitir. La casa de muñecas formaba parte de una colección de objetos celosamente atesorados en algún rincón de mi cabeza con una etiqueta que decía: «cosas que me compraré cuando sea mayor y tenga mi propio dinero».
A los doce años vi El juez de la horca, de John Huston (en aquel cine, el Lido de Barcelona, aplicaban la política de que acccediera todo aquel que pudiera costear la entrada) y un detalle de la película quedó grabado en mi memoria; Roy Bean, el juez, le prometía a su amante mexicana que le regalaría una caja de música para que guardase sus joyas como hacían las auténticas señoras. Al final, le compraba la caja de música, casi demasiado tarde, porque cuando se la entregaba ella agonizaba. Desde ese día la caja de música, ocupó su lugar junto a la casa de muñecas y todos aquellas cosas que deseaba y no podía tener.
Pasaron algunos meses, volvimos a establecernos en Madrid y poco después llegó mi decimotercer cumpleaños. La mañana de ese día mi madre me pidió, como tantas otras veces, que la acompañara a hacer la compra. Pero en lugar de encaminarnos hacia el mercado, subimos hasta el principio de nuestra calle, donde había una lujosa tienda de regalos que se llamaba (todavía lo recuerdo) Toupie.
Entramos, mi madre pidió que le mostraran las cajas de música, la señora sacó varias, pequeñas y modestas —y que me parecieron muy feas— cuando comprendió que era para mí, solo una niña. No me gustaron y a mi madre tampoco, recuerdo que todas eran alargadas como minúsculos ataúdes. Mi madre leyó la decepción en mi cara y pidió que le mostraran otras mejores. La señora dijo que las otras eran muy caras, mi madre, aunque probablemente no contaba con gastar tanto, insistió. La señora entró en la trastienda y trajo otras más lujosas. Tres cajas de esas que al abrirse tienen dos pisos, y las abrió. Dos de ellas también eran feas, con una ridícula bailarina de plástico y tules que giraba al son de la música. Pero la tercera era preciosa: en el exterior había un paisaje lacado en rojo y negro con incrustaciones de nácar; en el interior de la tapa, un espejo en él estaba pintado un delicado paisaje marino con barquitos y gaviotas blancas sobre un mar de tinta azul. Supongo que mi madre leyó el placer en mi cara porque señaló y dijo: «esa». La señora la envolvió y mi madre se apartó para que yo no viera como la pagaba (se supone que es de mal gusto dar a conocer el precio de los regalos, y supongo que tampoco quería que yo la rechazara al comprender que era demasiado cara). No sé cuanto costó pero estaba segura de que mucho, el regalo más lujoso que podía tener una mocosa de trece años.
Durante días la mostraba orgullosa a todos los que venían a casa, incluso invité a mis amigas del colegio a casa sólo para que la vieran. Durante años fue una de mis posesiones más preciadas, un tesoro que yo mostraba siempre a mis nuevas amigas.
La limpiaba con obsesión, le sacaba brillo hasta dejarla reluciente y me encantaba darle cuerda y oir la música. Tenía una melodía suave y delicada, muy oriental, y distinta del habitual Para Elisa. Mi afán de limpieza fue causa de un gran disgusto: tratando de limpiar el espejo, empañado por el polvo y el manoseo, utilicé alcohol, mientras lo frotaba comprobé aterrada como se borraba el precioso paisaje; aunque dejé de frotar y soplé sobre el cristal para que el alcohol se evaporara, desaparecieron casi todas las gaviotas y sólo se salvaron dos barquitos y la montaña del fondo. El disgusto me duró varios días.



La caja de música abierta, en el espejo tadavía

se aprecian los dos barquitos, la montaña

y, a la izquierda, una solitaria gaviota

A medida que me hice mayor la caja de música perdió parte de su relevancia. Aunque ya no le daba cuerda para que siempre sonara la melodía al abrirla, ni la mostraba entusiasmada a cada visitante, siempre me inspiró un cariño especial y nunca dejó de cumplir su misión como joyero. Con el paso del tiempo sufrió pequeños desperfectos, golpes y rayaduras, pequeñas heridas irreversibles... y dejó de ser única para verse acompañada de multitud de cajas, con y sin música, pues se despertó en mí la pasión por coleccionarlas. Hoy, con su paisaje medio borrado y las marcas de los golpes, sigue siendo la más hermosa y querida de mi colección.

(Esto es una cosa que escribí hace años, que le dedico a mi madre, a pesar de que como donde está no tiene internet, no puede leerla de momento).

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