VAPORES DE ALCOHOL
El lugar es de esos que amenizan la velada con un pianista. La primera serie del pianista fue agradable y nada más. La segunda me recordó una anécdota con un antiguo amor, y para los que vivís en Madrid (y tenéis cierta edad), un viejo y querido lugar que ya no existe. El piano despertó un pequeño recuerdo dormido. No sé si muchos recordarán El Avión, un bar, casi mítico cerca de la plaza de Manuel Becerra, que cerró pocos meses después de que yo me trasladara a vivir a Barcelona, es decir, hace algo más de una década. Era un antro oscuro y destartalado, que se caracterizaba básicamente por dos aspectos: el suelo alfombrado de las cáscaras de pipas que la casa servía de forma gratuita con todas las consumiciones, y su pianista, casi tan vetusto como el local, que amenizaba las veladas interpretando baladas y tangos. (Al poco tiempo de cerrar el local el pianista murió, dicen que de nostalgia.)
Fue allí donde una noche recibí el elogio/piropo más fantástico que me han dedicado jamás. Estaba con alguien a quien quería mucho (y por quien entonces me sentía muy querida) –el mismo que en la dedicatoria de Nadie es perfecto, un libro de entrevistas con Billy Wilder que me regaló, fue capaz de escribir: «Nadie es perfecto, aunque tú me haces dudarlo». En cierto momento abandoné la mesa para ir al baño; cuando regresé él me dijo: «no te la vas a creer, pero el de la mesa de al lado (en la que había dos parejas mixtas) me ha dicho: ‘Enhorabuena, la chica que está contigo es preciosa’, cuando le he pedido que esperara a que tú regresaras y te lo dijera en persona, él me ha contestado: ‘te lo digo a ti, porque el mérito es tuyo por haberla conquistado’ (quizá las palabras no fueron exactamente esas, pero eso fue lo que dijo el desconocido).
Mi acompañante era zalamero por naturaleza, así que mientras me lo contaba, le di poco crédito, pensando que era una historia que había inventado para mí, para hacerme sentir bien (o aún mejor, porque bien, estupendamente, ya me sentía)... hasta que «el de la mesa de al lado», que debía haber captado parte de nuestra conversación, se decidió a interrumpirnos para corroborar que lo que mi acompañante me contaba, había ocurrido así. No me he sentido tan halagada en toda mi vida. Esa noche mi cotización, que por entonces era muy alta, subió varios puntos, pues nada incita tanto a valorar lo que tenemos, como el hecho de que otros lo aprecien o envidien...
Los mecanismos de la memoria son insólitos, ya he apuntado algo en este sentido en otra de las entradas, pero lo cierto es que este recuerdo casi olvidado ha regresado con los compases de una vieja balada sentimental –Killing me softly with his song–, interpretada por un pianista desconocido. La única canción que el peculiar pianista de El Avión, que era muy suyo, accedió a interpretar una noche (otra distinta de la que he referido) a petición de uno de los clientes (el mismo que aquella otra noche), que la solicitaba para su enamorada (la misma de aquella otra noche).
Lo que antecede es muy personal y quizá un poco ñoño; lo escribí anoche, aunque lo he pulido un poco hoy. Algo debieron tener que ver con ello, la botella de vino que mano a mano nos bebimos, los cuatro carajillos y los cuatro limoncinos... pero me hace gracia publicarlo aquí para que lo leáis.
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